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ISSN 1989-4163

NUMERO 72 - ABRIL 2016

El Acantilado

Paco Piquer

 

     

            Podría estarse ahorrando el esfuerzo del absurdo pedaleo.

          El viejo camino hacia el acantilado describe una ligera pendiente cuesta abajo y, aunque en mal estado y cubierto de piedras sueltas, la bicicleta no encuentra resistencia y se desliza traqueteante hasta donde, en un suave repecho, parece que la tierra termina de pronto y el mar a doscientos metros en caída libre golpea con olas eternas los oscuros peñascos.

            Podría estarse ahorrando el esfuerzo.

            Sí. Pero hoy nada es lógico.

            Deja caer la bicicleta al suelo sin ningún miramiento y su queja resuena en forma de ruido de chatarra maltratada,  despertando a las gaviotas que dormitan ajenas a todo en los riscos y que levantan, sobresaltadas, un vuelo loco interrumpiendo la calma del anochecer con sus chillidos.

            El faro blanco,  enseñoreado en el promontorio cercano, ilumina con guiños intermitentes la escena del hombre que,  al borde del abismo, contempla ensimismado el mar embravecido junto a una bicicleta caída en las rocas, mientras la oscuridad avanza lentamente.

            ¿Qué intrincados sentimientos e inauditos sucesos le habrán encaminado hacia aquellos parajes?,  parece preguntarse el paisaje, mientras el hombre, ajeno a las sensaciones que provoca, prosigue con su mirada absorta, fija,  en el horizonte.

            El bramido ensordecedor de las olas, que se encaraman a las rocas para retroceder al punto entre cascadas de espuma blanca, lo llena todo, como si aquel ruido y el viento en su cara actuaran al unísono para impedirle pensar, concentrarse en descubrir el porqué de aquellos acontecimientos que, de pronto, pueden dar un sesgo distinto a su vida.

            Cansino, con un gesto de impotencia, el hombre levanta la bicicleta del suelo y empujándola a su lado deshace el camino, adivinándolo, tanteándolo, evitando las piedras que intuye, porque la oscuridad es ya total.

            Bajo las estrellas, acompañado por el resplandor incierto del faro a sus espaldas, camina despacio tratando de poner orden en aquel caos de emociones que le embargan desde hace unas horas.

            El hombre fuerte, serio, adulto y decidido, pasa revista a los últimos acontecimientos ocurridos en la fiesta de despedida del verano.

            Todos han bebido bastante y todo ha sucedido sin premeditación alguna. Los momentos y los hechos han fluido como si una mano extraña y poderosa hubiese jugado las piezas de una hipotética partida de ajedrez de resultado incierto.

            Como si una descarga de veinte mil voltios atravesara sus cuerpos, cuando quedan solos, se miran con algo que parece surgir del corazón mientras se toman de las manos y atrayéndose se funden en una caricia cálida e intensa que se traduce en un compromiso, en un juramento que ambos saben no podrán cumplir.

            Azorados, como dos niños sorprendidos en una travesura, deshacen con urgencia aquel encantamiento.

            Todo desfila por su mente mientras camina despacio arrastrando la bicicleta.

            Al día siguiente, con el mes, finalizan las vacaciones en aquel pueblo de la costa y todos regresarán a sus ciudades y a sus quehaceres, a sus compromisos, a sus rutinas, a sus prisas.

            A su soledad.

            Decidido, apoyado en su bicicleta, se detiene ante la puerta a la que ha llamado y que se abre tras unos segundos que se le antojan eternos.

            En silencio se miran y es el silencio quien habla por ellos.

            Una lágrima asoma en los ojos de ella y él, con un gesto casi reflejo, intenta borrarla de su rostro con un dedo tembloroso.

            Ella le aparta la mano y por un instante la retiene en la suya.

            Desde el interior de la casa, una voz interrumpe el momento.

            -¿Quién es, cariño? 

            Ella contesta, sofocando un sollozo.

            - Es el vecino, que ha venido a despedirse.

 

 

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